Hace poco tiempo presencié una escena interesante: Llovía a cántaros y un coche pasó rápidamente junto a una acera poniendo tibio de agua a un peatón que esperaba estoicamente la apertura del semáforo. Cuando todo parecía apuntar a la emisión de algún improperio por el viandante calado, éste se dio la vuelta con una cara similar a la que pondría un joven padre ante una jugarreta de su hijo de dos años. Una mujer que estaba al lado empezó a partirse de risa y nuestro mojado caballero la miró como si le hubiera acaecido una segunda trastada de su infante. ¿En qué iría pensando ese tipo?
Ir con un par de copas anímicas de más por la vida es cardiosaludable pero no siempre resulta sencillo. Existen en nuestras biografías problemas objetivos y, por si fueran pocos, unos cuantos más subjetivos. La lógica del mendigo alegre o la del enfermo guasón pueden ser tan infrecuentes como que nos regalen una buena vivienda. Sin embargo sabemos que tales actitudes se han producido y que en algunos lugares, quizás cercanos, siguen existiendo como estrellas en una noche oscura.
Cuando a una persona le han dado “hasta en el carnet de identidad” puede que la identidad la haya malogrado o potenciado. Es una cuestión de enfoque: mirar abajo o mirar arriba. De optar por esta segunda postura pueden adquirirse propiedades aerostáticas, como las de un zeppelín. Es entonces cuando la levedad puede dar la vuelta al mundo y desafiar a la mismísima ley de la gravedad con pensamientos alegres. Algo de esta lógica tenía un buen amigo cuando, al sorprenderle mientras se inyectaba insulina por su diabetes, me confesaba compungido que se estaba buscando a sí mismo. El mismo sujeto, en otra ocasión, me refería divertido una consulta de una señora que al preguntarle algo le pedía si podía, “en sus cortas luces”, responderle.
Desde luego hay contrariedades muy duras que no tienen ninguna gracia humana. Pero hay quienes saben asumir, dentro de la pena, un confiado respeto ante el misterio del dolor y, quizás sin saberlo, su comportamiento está siendo profundamente agraciado. De estas fermentaciones del alma puede salir el vino de la sabiduría. Se ven las cosas desde una perspectiva distinta; se cambia la jerarquía de valores. Se pasa de la cultura del tener más a la de ser más. Se valora más el sol, la luz y los colores; incluso si el cielo está gris y cae la lluvia la situación puede tomarse, en expresión de Chesterton, como una experiencia tonificante y moral.
Al viajar en avión, el campo y los pueblos se ven entrañables, podrían renombrarse con diminutivos. Esta visión es tan real como la de un paisano malhumorado de uno de esos villorrios al descubrir que unos zagales están tirando piedras a las vacas. Pero ver desde arriba ayuda a ver mejor desde abajo. La montaña está plácidamente tranquila, las nubes serenas y los campos no se salen de su sitio. Toda una lección del reino mineral y vegetal para el hombre de hoy. Sí: es la aceptación de mi paisaje y de mi paisanaje –de mi vida- la que me hace ver desde lo alto lo que está a un palmo de mis narices. En los casos mejores se descubre el aspecto pocholo de las cosas y en los peores uno se pone más en el lugar del otro; precisamente porque sabe cuál es su propio lugar.
La armonía, ese llevarse bien con el mundo, se basa en tener una misión convincente –muchas veces sincera y discreta- de la propia vida. El equilibrio de un ecologismo funcional es, por sí solo, totalmente insuficiente para una persona. Esto ocurre porque el Ibex de la vida –la suerte, la salud y el clima-, a veces, sube y baja como una montaña rusa. Pero cuando uno se deja llevar por un misterioso aeroplano y vuelve a ver en panorámica su planeta azul, es cuando más contento puede estar al dar la vuelta a la esquina y descubrir en un semáforo o en un soldador un chispazo de alegría.
José Ignacio Moreno Iturralde
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