Sunday, December 01, 2024

El rostro de una madre



Ver a una madre con su hijo pequeño es siempre entrañable. Esta relación, que refleja tanta delicadeza, es una de las mayores fuerzas que impulsa a vivir a los seres humanos. Cuando lo que se observa es un retrato   de la propia madre, embellecida de valor por el tiempo, uno encuentra lo digno, justo y amable; lo que hace que este mundo merezca la pena.

 

Nacer

Decía Chesterton que la aventura más formidable no es enamorarse, sino nacer. Nada hay más frágil y dependiente que un nacimiento. Sin embargo, se trata de un acontecimiento épico: los esfuerzos de la madre y los apuros del hijo o de la hija hacen desembocar el río de la vida, gestada desde nueve meses antes, en el oleaje del mundo. Y empieza una travesía que, tras la tempestad del parto, da paso a una serenidad ilusionante y profundamente humana: el encuentro de dos miradas que se iluminan mutuamente. Qué importante es una tercera mirada, quizás más asombrada que las otras dos, la del padre. Se pasa entonces a un círculo virtuoso en el que hombre y mujer se ven con una alegría que da un sentido simpático a la vida.

Una madre es económica, sufrida, enérgica y divertida. Su feminidad se acrecienta con la maternidad, que es fuente de una alegría enorme e insospechada en toda su intensidad. La sucesión de inconvenientes y adversidades que plantea la maternidad, suponen los cimientos de un hogar, donde vive la familia. Cuando marido y mujer, con un amor incondicional   abierto al misterio de la vida, hacen de su relación afectiva y efectiva algo creativo, el fruto de los hijos, comienza una novela hecha realidad.

El amor familiar da a los días su propio calendario, aportando sinceridad a las sonrisas, sentido a los dolores, perdón ante los enfados, buen humor ante las limitaciones y tartas en los cumpleaños. La mirada de la madre se mueve desde una perspectiva luminosa que dota al hijo de identidad, seguridad y ganas de comerse el mundo. El padre, consciente del alto valor de su posición, es el protector juguetón de un mundo que empieza a revelar su intenso significado, al mostrarse como una especie de cuento viviente, mágico, porque cosas tan básicas como poner el friegaplatos, planchar las camisas o bajar la basura a la calle, pueden tener su punto de salero.

En la familia se quiere a cada uno por sí mismo. Se vive en un ambiente donde conviven la igualdad y la diferencia, la libertad y el compromiso, la justicia y el amor. El hijo o la hija son algo querido y novedoso, una especie de motores a reacción que hacen desarrollar las relaciones humanas más profundas: filiación, maternidad y paternidad.

Claro que la vida no es fácil; incluso tiene escenas incomprensibles. Hay parejas que quisieran tener hijos y no pueden; pero se trata de matrimonios que pueden ser tanto más maravillosos, cuanto más sepan vivir en un designio misterioso, donde descubran un amor grande que se abre a una ayuda eficaz a sus semejantes.

Es importante también recordar que ser madre o padre no es algo exclusivamente biológico, sino ante todo una entrega amorosa, un darse a los demás. Por este motivo hay personas que pueden ejercer una auténtica paternidad o maternidad espirituales, aunque no estén casados.

 

Pero qué me estás contando

Algunos pensarán que lo dicho anteriormente vale para la película “Qué bello es vivir” de Frank Capra, o para la generación de los baby boom de los sesenta del siglo pasado. Los que así piensan se pueden apoyar en datos sociológicos patentes: estamos en una sociedad donde el divorcio y el aborto están plenamente extendidos. Además, la propia identidad de la familia está abiertamente cuestionada y relativizada. Pero habría que tener el valor de preguntarse: ¿Estos planteamientos nos hacen ser mejores personas, nos hacen ser verdaderamente más felices?

Es evidente que hay situaciones de pareja intolerables, delictivas e insostenibles, que requieren de un tratamiento específico y adecuado. Pero otras muchas rupturas matrimoniales provienen de fisuras previas en el corazón. Entender el amor solamente como un sentimiento es una equivocación, porque el amor es ante todo un acto de la voluntad: un afán por afirmar la identidad de la persona a la que se quiere, aunque se pase por momentos emocionalmente difíciles.

La mentalidad anticonceptiva da pie a una sexualidad centrípeta e infecunda, que repliega la capacidad de amar hacia uno mismo como una pescadilla enroscada. Así las personas se hacen tristes, egoístas, excesivamente pendientes del dinero y del éxito superficial. Pretendiendo ser autónomos e independientes, acaban por estar huérfanos de amor y esclavos de un sistema social que tiene la monotonía y el aburrimiento de las máquinas.

Por otra parte, existen unas relaciones laborales que hacen difícil decidirse a lanzarse a la aventura de formar una familia. Pero lo más lamentable es que hay mucha gente joven con miedo al matrimonio, porque a su alrededor cunde la infidelidad. El mundo parece estar lleno de amores imposibles… Pero quizás esto ocurra para descubrir que sí existe un Amor posible.

El amor se confunde con el enamoramiento cuando no quiere descubrirse la vida como una misión, una vocación, un cohete que surca el rumbo a la eternidad. El amor tiene vocación de permanencia. La mejor sabiduría nos dice que el amor nunca pasa y si pasa no es amor. Los poetas han cantado “te seré fiel por tu amor y te amaré por tu fidelidad”. Benedicto XVI afirmaba que la fidelidad es el nombre del amor en el tiempo. También lo afirman con su ejemplo multitud de mujeres y hombres de tantas familias felices.

        

Buscar la propia identidad

Hay momentos en los que uno tiene que tomar decisiones importantes, con las que nos jugamos mucho en la vida. Entonces acudimos a nuestras referencias, a nuestras raíces. Buscamos entonces personas que hayan vivido con madurez, con alegría, con defectos luchados y vencidos, con buen humor. Se trata de ese tipo de personas con las que da gusto estar. Gente animante que ha sabido vivir, e incluso morir, con esperanza. Siempre hay alguien así en el paisaje de la vida. Y con mucha frecuencia, algunos de estos personajes son nuestros padres, especialmente las madres porque son nuestro primer hogar.

Una madre ha alimentado, lavado y educado en virtudes a sus hijos. Se ha reído, ha jugado y se ha enfadado con ellos. Les ha dado muchos regalos y algún castigo. Pero, ante todo, les ha querido y, por tanto, les ha enseñado a querer. Y lo que hoy me parece conviene resaltar es que al querer y respetar a su esposo, y viceversa, los padres dan una enorme seguridad a sus hijos. Lo que los niños y niñas más valoran es el amor entre sus padres, incluso más que el cariño que padre o madre tengan directamente sobre ellos.

Este es el gran reto de los padres: hacer creíble a sus hijos que el núcleo de la vida es el amor, no el desengaño; que la verdad es más duradera que la mentira, que la vida es más fuerte que la muerte, que el árbol del bien es más fructífero que el del mal, y que la vida merece la pena, pese a sus problemas y sinsabores.

Para todo esto hemos de redescubrir que nos hace falta el amor divino para saber amar humanamente. Lo mismo que una madre acoge con ternura y confianza a su hijo, podemos acoger la revelación cristiana que nos hace saber que somos seres nuclearmente familiares. Entonces se entiende que ante todo somos hijos o hijas, que los seres humanos somos imagen y semejanza de Dios, y que donde con más facilidad podemos comprobarlo es en el rostro más agradable y querido, el de una madre.

 

José Ignacio Moreno Iturralde

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