En el mundo actual, la importancia de cuidar la propia imagen está
fuera de toda duda. Cuidar la presentación es requisito indispensable para
progresar, y tener una reputación lo más atractiva posible; tanto personal como
empresarialmente.
También es cierto que
cuando observamos a personas, jóvenes y mayores, excesivamente preocupadas por
su imagen, sentimos un cierto rechazo, que puede incluso contener algo de
sarcasmo. No deja de ser algo un poco cómico el trágico mito de Narciso, en el
que un hombre se enamoró de su imagen reflejada en un lago hasta caer en él y
ahogarse. Los ojos no están hechos principalmente para mirarse a sí mismos sino
para mirar a la realidad, especialmente a los demás.
En nuestro atormentado
mundo audiovisual hay catástrofes pavorosas, que los medios de comunicación nos
recuerdan con una frecuencia, en ocasiones, algo enfermiza. Tan cierto como lo
anterior, es nuestra experiencia del trato con personas normales y corrientes
que son estupendas. Existen, lo sabemos, excelentes camareros, enfermeras,
profesores o bomberos, por citar unos pocos ejemplos. Ciertamente es ridículo
caer en una opinión dulzona, donde todo el mundo es estupendo; no es así: hay
tipos de cuidado. Pero puede ser patética la actitud que ha hecho de la visión
negativa y de la queja una constante en la vida, porque solo detecta problemas
propios y egoísmos ajenos. Frente a lo anterior, hay que afirmar que existe
mucha gente buena; y muchos de ellos y ellas no salen con frecuencia en la
televisión, ni en internet.
En algunos casos nos
encontramos con auténticos maestros del vivir, que poseen una aptitud hacia el
sentido positivo de la vida. En esto el temperamento influye, pero es cuestión
también de carácter, que es lo que hacemos con el temperamento. Eso significa
que trabajarse un buen carácter supone actos de virtud. Muchas de estas
personalidades atractivas y entrañables, han experimentado en carne propia
fragilidades, errores y desengaños. Pero han sabido superarlos y son, muchas
veces sin darse cuenta, referencia para quienes tienen la fortuna de
conocerles.
Un desapego absoluto por
la propia imagen no parece humano, pero cierto desentendimiento de los propios
logros tiene algo de elegancia y de grandeza. Cuando alguien, en temporadas
estelares, está más preocupado de sus familiares y amigos que de sí mismo,
suele encontrarse más feliz. Si uno encuentra un motivo sólido para ayudar a
quienes le rodean parece que su vida cobra ligereza, pierde el peso demoledor
del propio yo. Y esa especie de ingravidez se parece a la de una estrella en el
firmamento. Cuando uno encuentra su estrella, su vida tiene un rumbo, un
sentido. Esto da alegría, e invita a compartirla con otros.
A lo largo de la vida hay
quienes consiguen sus sueños de juventud, incluso de infancia. Muchos otros no;
tienen que coger la vida como viene. A veces viene con unas realidades mejores
que aquellos sueños tan humanos. Es bonito destacar en algún aspecto y ser
famoso y admirado. Pero es más bonito ser querido por quienes conocemos, aunque
nuestra vida no tenga una influencia socialmente visible. La inmensa mayoría de
las personas se encuentra en esta última situación. Cuando uno es un tipo
discreto, está más en condiciones de admirarse ante una realidad magnífica
donde hay mucha gente a la que ayudar y de la que aprender. El cristianismo
revela a tantas personas sencillas el enorme valor de sus vidas. La sencillez
nos hace aceptarnos como somos: personas llenas de limitaciones, pero abiertas
a la grandeza del mundo y de su Creador.
El cristianismo afirma
que el hombre es imagen y semejanza de Dios; es decir: un ser para ser querido
y para querer, y no por un amor cualquiera. El amor que nos hace grandes pasa
por el reconocimiento de nuestra pequeñez. Cuando no andamos excesivamente
preocupados de nuestra imagen, podemos encontrar con más facilidad la imagen de
Dios en nosotros; y con ello nuestra verdadera identidad. Surge entonces una
alegría radiante, que viniendo de lo divino nos hace más humanos. Y es entonces
cuando los seres humanos encuentran un motivo convincente, a pesar de los
pesares, para respetar la imagen de los demás, porque desde este baluarte de la
igualdad, la fraternidad se reconoce más fácilmente en muchos rostros.
José Ignacio Moreno Iturralde
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