Es habitual que los adultos
nos quejemos de los malos modales de los jóvenes. Pero puede ser más original
intentar ponernos en su situación, e intentar ayudarles. En la decisión entre
ser un tipo gruñón o una persona cordial, cada uno ha de elegir, pero parece
clara la opción que ayuda más a la gente joven.
La adolescencia y primera
juventud no suele caracterizarse por un vocabulario esmerado, ni por unas
pintas impecables. La efervescencia juvenil tiende a romper moldes. Pero todo
joven de bien respeta, con su conducta y su palabra, la familia y lo sagrado.
El problema actual es que millones de chicos y chicas reciben un constante
bombardeo informativo, que tiene poco de familiar y de trascendente. Parece
que, en bastantes casos, hemos dejado la educación de hijos e hijas en manos de
una red tecnológica e impersonal, tan plagada de cuestiones de interés como de
otras indeseables y pervertidas. Por otra parte, las repetidas y convulsas
fiestas nocturnas son con frecuencia tóxicas para el carácter, la salud, y el
sentido del tiempo. Si se añade a esto un problema aún más nuclear, las
múltiples rupturas del núcleo familiar, la mala educación crece como la selva.
Levantar el tono humano de
los jóvenes suena atractivo, pero no será convincente si nace de un formalismo
falto de raíces. Sólo cuando el mundo se experimente como un hogar, un chico o
una chica aprenderán a decir palabras llenas de sentido. Para esto, querámoslo
o no, es necesaria la unión familiar. Al saberse queridos por unos padres que
entienden la fidelidad como amor a lo largo del tiempo, los hijos se lanzan con
seguridad a la aventura de vivir. También podrán hacerlo los jóvenes que no
cuenten con esta unidad, y quizás con más mérito, pero les será más difícil
descansar en la confianza.
El lenguaje más humano es el
de la creación: de ahí nace la gratitud y la familia, cimientos profundos para
la personalidad de un chico y de una chica. Cuando los mayores respetamos el
mundo y a nosotros mismos, siendo conscientes del don inmerecido de la vida,
estamos en condiciones de dar ejemplo, que es el mejor educador, y de exigir
con estima a los menores. Es entonces cuando se detonan todas las energías
juveniles, especialmente diseñadas para combatir el mal. Ya se dijo hace
tiempo: “Os escribo a vosotros, jóvenes, porque habéis vencido al maligno” (1
Juan 2,13).
José
Ignacio Moreno Iturralde
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