La
libertad y el deber son complementarios. La libertad hace que el deber sea
humano, y el deber hace que la libertad llegue a buen puerto. El ejercicio de
las virtudes, en función del deber, nos desarrolla como personas. Por su parte,
la bondad moral se nos presenta a la conciencia como garantía de la exigencia
del deber. Se trata de una bondad moral con validez universal, aunque se
acomode en parte a circunstancias personales.
El origen
de un imperativo moral dado a una persona ha de proceder de otra persona; pero
el orden moral tiene que provenir de una persona absoluta quien, por medio de
la bondad moral, nos ofrece los mandatos morales[1],
como caminos verdaderos de realización con su lógica dosis de esfuerzo.
Nuestra
época valora mucho el sentimiento, que sin duda es importante. Sin embargo, el
sentimiento por sí mismo no genera conocimiento. Una ética puramente
sentimental va dando bandazos y tiene un corto alcance. Por otra parte, si el
origen del deber se desvincula de Dios y se vuelve autorreferencial, cada vez
más subjetivo, es lógico que se acabe preso de deberes que, por no estar
afiliados a la realidad, nos hacen ser menos libres y nos angustian. Recuperar
el auténtico origen del deber potencia la libertad y el desarrollo de la
personalidad.
“Dios
requiere efectivamente al ser humano porque realmente le quiere, y los mandatos
morales son todos ellos manifestaciones de ese exigente amor”[2].
El hecho histórico de la noche de Belén nos muestra la asombrosa paradoja de que el origen del
orden moral es alguien entrañable y cercano: un niño recién nacido,
dependiente completamente de nosotros. Por este motivo, en el cristianismo, la
libertad y el deber se transforman en un prodigioso designio de alegría, mucho
más fuerte que todos los problemas del mundo.
José
Ignacio Moreno Iturralde
[1] Cfr. La libre afirmación
de nuestro ser. Millán Puelles, A. Rialp, 1994, p. 404
[2] Idem, p. 421.
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