Es duro, pero
profundamente humano, sentir un enorme cariño, pena y admiración hacia una
madre o un padre que fallecen. Valoramos entonces, de un modo muy especial, su
entrega por nosotros, su fidelidad, el habernos querido tanto.
Un buen padre y una buena
madre quieren a su hijo en cualquier momento y circunstancia. Paternidad y
maternidad llevan consigo esa incondicionalidad en el apoyo a hijas e hijos.
Esto es algo nuclear en los seres humanos. Ese cariño tiene también vertientes
de mucha exigencia, como es propio de un amor que es también la raíz de la
educación. Un niño o una niña se sienten felices al saberse queridos y
protegidos por sus padres, pase lo que pase. Es el modo de que crezcan seguros
y felices.
Esta permanencia del amor
paterno filial está muy relacionada con la fidelidad conyugal. En una ocasión
un padre explicaba a una hija y un hijo de unos diez y ocho años
respectivamente, la separación con su mujer. Les dijo: “Mamá y yo nos
enamoramos, pero ahora nos hemos desenamorado”. La hija respondió a su padre: “¿Y
te vas a desenamorar también de nosotros alguna vez?”… Esto viene a cuento porque
un niño o una niña necesita más el amor entre sus padres, que el que madre y
padre tengan respecto a ellos y ellas, siendo este último amor lógicamente muy
importante.
¿Qué puede suceder si
cuando los hijos crecen descubren que el amor de sus padres no ha sido tan
incondicional como inicialmente parecía? Que entonces brota la desconfianza, la
inseguridad y la sospecha. Auténticas barreras que entorpecen el sano y juvenil
afán de comerse el mundo.
Desde luego, padres y
madres separados, siguen queriendo enormemente a sus hijos. Sin embargo, el
corazón de los chicos y las chicas queda afectado. No pretendo juzgar
situaciones de crisis familiares, porque no soy quien, pero sí puedo recordar,
como educador con experiencia, que afectan a los hijos. Ciertamente hay
situaciones familiares insostenibles, pero quien se esfuerza por actuar con
honradez y rectitud, sea cual sea el problema, será muy comprendido y querido
por sus hijos.
El amor permanente a los
hijos necesita abarcar el conjunto de su vida, desde su misma concepción, porque
entonces un hijo se sabe querido por sí mismo, no por un mero deseo o interés
de paternidad de sus progenitores. Ese experimentar el amor de un modo único y personalísimo,
es una fuente de sentido para la vida de los más jóvenes. Los hijos entienden,
con la cabeza y el corazón, que el amor de sus padres es entrega, y esta
entrega es la que les convence y ayuda para que ellos y ellas sean personas que
sepan querer, darse y, por tanto, ser felices. Tal entrega materna y paterna requiere
en ocasiones un morir a uno mismo, cosa que solo es posible con la ayuda de Dios.
Y esto es precisamente lo que nos hace más entrañablemente humanos. Por esto,
la fidelidad matrimonial -que tiene también muchísimos gozos y alegrías- es
quizás la mayor muestra de cariño a los hijos.
El cuidado de los padres
por sus hijos, en cualquier situación, refleja las dimensiones nucleares de la
paternidad y de la maternidad. Esta vocación de amor a los hijos, pese a sus
problemas y dificultades, está inscrita en el corazón de hombres y mujeres. Y
esa necesidad de amor a prueba de bomba, está moldeada en nuestro espíritu por
alguien superior a nosotros, que tiene en su divino corazón la fidelidad por
bandera. Esta es la seguridad humana y cristiana del amor incondicional a los
hijos: sabernos íntimamente queridos por un Dios que es Padre nuestro.
No comments:
Post a Comment