Tenemos ojos para ver y
piernas para andar. También poseemos una profunda capacidad de ser felices, que
en ocasiones satisfacemos. De momento nadie reivindica su deseo de andar con
los ojos y de ver con las piernas; sin embargo, no es infrecuente que haya
quienes buscan la felicidad donde no está. Partimos de un modo de ser humano,
que en gran medida nos viene dado. Si nos tiramos por un barranco no flotaremos
en el aire, y si nunca echamos a volar nuestras ilusiones, nos quedaremos en el
páramo de la tristeza. Tenemos que aceptarnos como somos, para desarrollar
nuestras facultades.
Puede ser duro asimilar
una enfermedad o una incapacidad permanente, pero lo más dramático es pensar
que es imposible que mi vida tenga un sentido que merezca la pena. Ser feliz no
consiste solo en sentirse bien, sino en saberse profundamente querido y en
aprender a querer a los demás, con madurez, realismo y alegría. Para avanzar
por esta meta atractiva y exigente, necesito encontrar una misión en mi
existencia: un fin que no depende solo de mí mismo, aunque me hace ser más
libre.
El sentido vocacional de
la propia vida es lo único que da una respuesta satisfactoria a un proyecto
personal; y la vocación es antes una llamada que una elección. La vocacionalidad
configura toda nuestra persona. Esta llamada de la vida, nos hace entender que
una existencia basada exclusivamente en la autonomía personal es un error tan
grave como un planteamiento que anulara la libertad. La “tercera dimensión” de
nuestra biografía, la que nos da auténtico relieve y proyección, viene en parte
de fuera de nosotros mismos. Solo teniendo esto en cuenta sabremos entendernos,
porque solo así nos abrimos a una realidad mucho más grande que nuestras
previsiones. Así comprenderemos a nuestros semejantes y compartiremos con ellos
el carácter familiar y social que nos hace entrañablemente humanos.
José Ignacio Moreno Iturralde
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