Me gustaba ir a verla a su casa. Allí estaba
ella, serena, luminosa, envuelta en elegancia, con una sonrisa radiante. Rosa
Mari era una chica especial. A los dos nos gustaba jugar juntos al ajedrez.
Ella, con sus veinte años, y yo, con mis trece o catorce, disfrutábamos
moviendo los caballos y los alfiles. Al llegar su turno, me decía qué ficha
quería mover, y yo lo hacía por ella. No recuerdo quien ganaba más partidas,
creo que jamás nos importó esto a ninguno de los dos. Aquellos días, llenos de
la luz de la juventud, se hacían más alegres con Rosa Mari.
Un pulmón
de acero
Rosa Mari contrajo de niña la poliomielitis.
Quedo paralítica de piernas y de brazos. En su sencillo y limpio hogar, llamaba
la atención la dura presencia de un pulmón de acero. Ella debía de dormir en
aquella especie de caja acorazada, que le permitía respirar durante el descanso
de la noche. Sus padres, Ulpiano y Paula, dedicaban sus mejores esfuerzos a su
hija, con naturalidad y sin estridencias. Después de charlar con Rosa Mari, uno
volvía a sus quehaceres: el colegio, el fútbol, los amigos, o hablar con alguna
chavala guapa. Después de un mes, al ir a casa de mis primos, volvía a
acercarme al piso de los vecinos, donde vivía Rosa Mari. De nuevo el encuentro
con su serenidad, un rato de conversación, una merienda y, a lo mejor, otra
partida de ajedrez. Siempre la vi sonriente, jamás la escuché una queja. Las
tendría alguna vez, digo yo, pero nunca delante de mí, y fueron un buen puñado
de horas las que estuve con ella, un tiempo que se hacía muy corto.
Todos los jóvenes a los que no nos faltaba nada,
y especialmente una familia estupenda, nos movíamos por el mundo con la
seguridad del águila por el aire, o la del perro pointer en un coto de caza. La
buena vida se endurecía cuando nos topábamos con algo difícil, como el
fallecimiento de un abuelo o la enfermedad de Rosa Mari. Pero tampoco uno
estaba para demasiadas reflexiones. Al vivir aquellas cosas, que no se
entendían muy bien, un chaval se entristece durante un tiempo no muy largo, y
reza algo también no muy extenso. Pero la corriente de la vida seguía fluyendo
impetuosa, con sus actividades y deberes.
Ha llovido mucho desde entonces, y también ha
salido el sol múltiples veces con su faz pletórica y naranja. La visión del
mundo es ahora algo distinta. Los adultos conocemos el número de víctimas de la
Segunda Guerra Mundial, la huella espantosa del terrorismo, o el vergonzoso
problema del hambre en el mundo, entre otras calamidades. Para algunos, la vida
ha pasado de ser una tómbola de luz y de color -como decía una canción- a una
lotería algo siniestra y absurda. Enjuiciamos el mundo, denunciamos falsas
políticas, nos quejamos de las injusticias laborales y de la incomprensión de
un familiar. Pero es aún más verdad que vivimos, respiramos, tenemos proyectos,
y hay gente que nos quiere de veras. Lo que debía ser un cántico de gratitud,
se nos viene abajo por un dolor de muelas, un enfado, o quizás por algo más
serio. La vida se torna a veces algo gris y lluviosa...hasta qué uno recuerda
aquel pulmón de acero y la sonrisa de Rosa Mari.
¿Qué es eso de realizarse?
Víctor Frankl plantea en su libro "El
hombre en busca de sentido" que la realización personal es la consecuencia
indirecta de asumir la realidad que nos toca vivir. Esto no supone un
conformismo negativo, sino una forma positiva de afrontar los problemas de una
realidad que nosotros no hemos elegido. Mucho
se habla en los países de Occidente sobre el término "vida
lograda". Tener una buena familia y una satisfactoria situación laboral,
son bienes muy valiosos que casi todos deseamos. Pero… Qué podemos decir
a los enfermos graves de cáncer, esquizofrenia o depresión. Qué respuestas
podemos ofrecer a los que no pueden valerse por sí mismos, física o
psíquicamente. Qué sentido tiene la muerte de una persona joven, o el asesinato
de los inocentes. ¿Es que sólo triunfan los que se lo merecen? Sabemos que no
es así. Incluso, con frecuencia, consiguen éxito personas de baja talla moral.
Alguien escribió con acidez que "para triunfar en la vida no basta
solamente con ser un necio, es preciso además tener buenos modales". Esta
afirmación, desde luego, es sesgada e injusta; pero se cumple en algunos casos.
Lo que resulta patente es que el mundo no tiene
un sentido completo en sí mismo: o algo superior cuadra las cuentas pendientes,
o la vida tiene un sentido profundamente desgarrado, trágicamente absurdo. Sin
embargo, el absurdo no tiene consistencia para generar la existencia. Pensar
que las atrocidades que suceden en el mundo no tiene una respuesta trascendente
es un grave error de cálculo.
El emperador Marcó Aurelio afirmaba que la vida
tiene más de guerra que de danza. Cuando se pone el objetivo solo en la danza,
no hablo de los profesionales de este arte, la vida da mucha guerra. Las cosas se complican: la mágica felicidad de la
infancia se puede transformar con el paso del tiempo en una realidad difícil,
con muchas puertas cerradas. Incluso hay quienes llegan a considerar que hay
que pensarse mucho si trae cuenta traer un hijo a este mundo... Menos mal
que sus padres no tuvieron tantos reparos.
Algún sabio comentó que los males del mundo
provienen de la falta de moralidad y del exceso de ambición. Cuando campea la
voluntad de dominio o poder, la historia nos ha demostrado lo bajo a lo que se
puede llegar. Pero otras veces, lo que preside la conducta es un jovial
materialismo, que se quiere mover en los plácidos linderos del espíritu pagano.
Desde luego, el descanso y la diversión son necesarios para toda persona. Pero
entusiasmarse en serio con la vida es una tarea más profunda, que requiere
afrontar la realidad con un conocimiento acertado. Cada uno tiene que ejercitar
su inteligencia en una tarea que redunde en beneficio de los demás y de sí
mismo. Ese conocimiento, que también influye en los senderos profesionales, se
abre al conocimiento y perfección de la convivencia. De mi valoración de las
personas dependerá el trato que las dispense, y de ese trato dependerá como me
entiendo a ti mismo.
La gran alegría
que puede tener el hombre no es una enajenación transitoria, sino que debería
ser nuestra condición más íntima, como afirma Chesterton. Sin embargo, como la
actitud inicial del conocimiento es la humildad y la de la fraternidad es la
entrega, la soberbia y el odio son las dos serpientes que se empeñan en devorar
el corazón de la felicidad. Conocer el sentido de la propia vida lleva a entender
el mundo y a trabajar en él. Así descubrimos los nombres de las cosas, y
especialmente los de las personas. Desde la paz y la seguridad interior,
podemos decir palabras que ayuden a nuestros semejantes a sentirse con más
ganas de vivir, sabiéndose protagonistas en la construcción de un mundo más
humano, mejor. Este es el camino para afirmar la vida y para darla. Una vida a
la altura del ser humano, una vida alegre, con significado y valor, aunque
acompañen los dolores y las dificultades.
Los que nos dan sentido
Existir, a poco
que se piense, es un gran regalo. Pero, en algunos momentos, hay situaciones
que pueden desgastar seriamente nuestro gusto por la vida. Mantener la visión
positiva de los acontecimientos siempre se plantea como una buena táctica digna
de elogio... ¿Pero realmente tiene un fundamento que vaya más allá de una
opción personal? Sin profundizar ahora en la superioridad real del bien sobre
el mal, lo que está claro es que preferimos convivir con gente discretamente
animante y positiva. El cenizo suele tener pocos amigos.
Cuando cunden los inconvenientes y el desánimo podemos mirar a las “vidas
rotas”: enfermos, discapacitados, pobres… Ellos son la medicina que
necesitamos, el esqueleto que nos endereza, los maestros de nuestras vidas, los
principales artífices del sentido logrado de este mundo. Entonces nos percatamos de que el buen vino y las
chuletas de cordero son realidades estimulantes; pero que hace falta algo más
para aspirar a ser feliz. Un compromiso moral personal, que pretenda la mejora
propia y la de los demás, necesita de un esfuerzo por mirar el ángulo positivo
y bueno de las cosas. No quejarse con frecuencia es, al menos, una postura
humanamente elegante. Pero, además, puede revelar una gran dosis de
inteligencia. El filósofo Leonardo Polo dice que el hombre es un ser que
resuelve problemas. Tal resolución requiere de buscar salidas, hilos de luz aún
en medio de una notoria oscuridad.
La victoria personal siempre es una victoria
moral, algo que no depende exclusivamente de las consecuencias prácticas de los
actos, o de las circunstancias pasajeras que los acompañan. Los motivos para
vivir configuran la luz de la vida, y se trata de que esos motivos tengan una
base real y sólida. El progresivo paso de los años lleva a un lógico
desmejoramiento físico. También la experiencia de los años, bien asimilada,
puede llevar a un modo de vivir esperanzado y alegre, lo que es un legado muy
valioso.
Hace falta una fuerza sobrehumana para que
seamos más humanos. Por ejemplo: perdonar de corazón a alguien que nos ha hecho
un gran mal, nos hace un gran bien. Dar liebre por gato, sin que eso suponga
una dejación de derechos, puede traer consigo una inmensa paz. Estos actos
exigentes de generosidad no empobrecen el yo, lo fortalecen al ponerlo en
tensión respecto al tú de los demás. Hay un "mecanismo" de
restitución enriquecedora de la propia persona, que se pone en marcha cuando
ésta muere a sus propios y razonables intereses, por un motivo más noble. Esa
fuerza divina entra como la luz en el modesto edificio interior, clareándolo y
llenándolo de belleza.
Volvamos a la vida concreta y a la historia de
nuestra inicial protagonista. Pasaron los años y me llegó la noticia del
fallecimiento de Rosa Mari, a sus cuarenta y pocos años de edad. Hacía mucho
tiempo que no la veía y, como es lógico, afloraron recuerdos que, en ocasiones,
parecen tener más consistencia que la realidad inmediata que nos rodea. Fui a
ver a sus padres, charlé con ellos y me contaron cosas de sus últimos días. Vi
un recordatorio de su funeral: representaba un mar sereno, al atardecer, sobre
el que estaban impresas unas pocas palabras: "Hágase tu Voluntad". La
luz de aquel atardecer me recordó la calidez y el sentido de la sonrisa de Rosa
Mari.
José Ignacio
Moreno Iturralde
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