Visitar las tumbas de
nuestros familiares difuntos es una costumbre cristiana; especialmente vivida los
días uno y dos de noviembre. Estos días en que la liturgia les recuerda
especialmente, nos mueven a muchos a hacer una visita al cementerio. Si podemos
les llevamos también flores, especialmente si vamos a donde está enterrada
nuestra madre, como muestra de nuestro cariño. En esos momentos, que pueden
estar llenos de paz, nos damos cuenta de que acudimos a las raíces de nuestra
propia vida.
El compromiso matrimonial
puede parecer, especialmente en nuestros días, algo frágil e inseguro. Pero
cuando se deja a Dios estar presente en la vida de una familia, las relaciones
conyugales, paternales, filiales y fraternales, se convierten en auténticos
cimientos de nuestra personalidad. El recuerdo de nuestros padres da una gran
solidez a nuestra identidad. No deja de ser paradójico que algo que puede parecer
tan frágil como un compromiso de amor, sea una de las cosas que más fuerza dan
a nuestra vida.
Pienso que con la muerte
pasa algo análogo: se trata de una situación de total dependencia, apuro y
debilidad; pero a través de ella, la fe cristiana nos asegura que podemos
entrar en una vida mucho más feliz, segura y verdadera: la vida eterna. Por todo
esto, pienso que llevar flores a una madre es uno de los actos más humanos que
podemos hacer en esta vida.
José Ignacio Moreno Iturralde