Decía Chesterton que la unión del lecho
matrimonial era lo mismo que una madre con su bebé en los brazos. Uno podría
pensar que se trata de una afirmación un tanto chocante, quizás algo
idealizada. Sin embargo, pienso que el escritor inglés puede tener razón.
Cuando pasa el tiempo, uno se acuerda con
frecuencia de su familia de origen: los que hemos tenido la suerte de tener una
infancia feliz, recordamos con gratitud aquella etapa de la vida, llena de
seguridad y de ilusión. Todo esto no hubiera sido posible sin el amor de
nuestros padres; un amor físico y espiritual.
La santa pureza que enseña la doctrina católica
es algo nítidamente positivo. El cristianismo ve en la sexualidad humana una
fuente de expresión de amor y de vida querida por Dios para muchos, sin ser una
obligación para todos. Pero se trata de un amor comprometido, fiel, fructífero.
Marido y mujer se unen en algo que les trasciende. En el misterio del inicio de
un nuevo ser humano, hay una atracción que se convierte en vida, en
generosidad, en entrega. Es entonces cuando la sexualidad resulta plenamente
humana, precisamente porque se abre a la acción divina en el surgimiento de una
nueva persona, que es materia y espíritu. Tal es la grandeza del amor conyugal;
y, por este motivo, resulta falso reducir la sexualidad a un intercambio de
satisfacción física y emocional. Falsear la sexualidad es tan equivocado como
entender a la persona como un mero conjunto de sensaciones y de afectos; algo
que resulta despersonalizador.
Comprendo que hablar de esta manera es ir
contracorriente, en un mundo donde la sexualidad parece ser entendida por
muchos como un consumo. Sin embargo, las personas no están para consumirse -no
son objetos-, sino para unirse, a través de la amistad o de las diversas
relaciones familiares; entre ellas, la conyugal.
Del mismo modo que, en ocasiones, tenemos
demasiado amor propio o pensamos excesivamente en nosotros mismos, la
sexualidad tiene una cierta tendencia a replegarse sobre sí misma. Se trata de
una espontaneidad que hay que educar, como sucede con las otras manifestaciones
de la personalidad antes citadas. La espontaneidad no siempre es correcta; y
habrá que orientarla, especialmente cuando sus manifestaciones están
relacionadas con el respeto a la propia naturaleza o a la de los demás; y especialmente
con el surgimiento de la vida. Todo este decoro es categoría humana, no mojigatería.
Somos seres sexuados personales y esto requiere una superación de nosotros
mismos, para aprender a tener capacidad de constituir y cuidar un hogar. Con la
ayuda de Dios merece la pena, en lo que esté de nuestra parte, ser personas
familiares; es decir: profundamente humanas.
José Ignacio Moreno Iturralde