Una persona necesita tomar las
riendas de su vida y decidir en cuestiones importantes para sí misma. Sin
embargo, no es menos cierto que muchos aspectos de la existencia nos vienen
dados: el día en que nacimos, nuestros padres y hermanos, y tantas cosas más.
Vamos aprendiendo el sentido de
las cosas de una realidad mucho más grande que nosotros mismos. Una de las cuestiones
más difíciles de entender es el dolor, aunque nos damos cuenta de que no es un
simple absurdo. Cualquier vida humana requiere esfuerzo y superación de
dificultades. La persona que sabe llevar el dolor con paciencia y sabiduría nos
resulta significativa. Por supuesto, hemos de evitar por todos los medios el
dolor de los que sufren, pero esto no siempre es posible.
Cuando se pretende adoptar una
autonomía extrema para no sufrir más, como en el caso de la eutanasia, todos
sentimos compasión por la persona que quiere dejar de vivir. Pero también hemos
de entender algo importante: la eutanasia lleva a un falseamiento de la propia
identidad. La vida deja de verse como un don y una tarea –que incluye el
dolor-, para considerarse una mera posesión. Nos hacemos así, objetos de
nosotros mismos, prescindibles y suprimibles cuando la vida se hace difícil. De
este modo, la persona pierde su nexo de unión con el mundo y con los demás. La
eutanasia, además, da pie a considerar a un anciano o enfermo grave como
responsable de sus sufrimientos y de quienes le rodean, porque la salida de esa
situación podría ser muy sencilla. De este modo, la relación entre enfermo y
médicos, incluso entre enfermo y familiares, ya no es la de cuidar
incondicionalmente. Esta pérdida de incondicionalidad devalúa la dignidad de la
persona, porque ser digno no es, ante todo, ser autónomo, sino alguien con un
valor que las circunstancias, por dolorosas que sean, no pueden suprimir. La legalización
de la eutanasia es contraria a la autonomía personal; porque la falsea y
desnaturaliza.
José Ignacio Moreno Iturralde
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